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Isla decepción

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Título: Isla decepción
Autor: Paulina Flores
Editorial: Seix Barral
ISBN: 9789878319537
Número de Páginas: 360

Comentario del libro
La primera y esperada novela de Paulina Flores

Tras fracasar en el amor y renunciar a un trabajo que odia, Marcela huye de su vida en Santiago para visitar a su padre en Punta Arenas. Allí descubre que Miguel, con quien tiene una relación compleja, mantiene escondido a un joven coreano que un grupo de pescadores ha rescatado en el mar. Aislado tras un muro de silencio y una historia traumática, Lee es un misterio por descifrar, un superviviente en el que ambos se vuelcan para evitar resolver sus propias diferencias.

Inspirada en casos reales de marineros orientales que ponen en peligro sus vidas saltando de los barcos-factoría que navegan por el estrecho de Magallanes, Isla Decepción cuenta la historia de tres prófugos que buscan un refugio para no rendirse. Constatando el estado de explotación actual de los mares y condiciones de trabajo impensadas en pleno siglo XXI, la novela cruza la frontera de lo real para arribar a una nueva orilla, una en la que la soledad, los errores y la desesperación todavía pueden convertirse en una aventura.

Escrita con un ritmo cinematográfico heredero del cine coreano, tan poética como violenta, Isla Decepción es la esperada primera novela de Paulina Flores, ganadora del Premio Roberto Bolaño, cuyo primer libro, Qué vergüenza, ha sido unánimemente alabado por la crítica y traducido internacionalmente.

Paulina Flores
Nació en Santiago de Chile en 1988 y es licenciada en Literatura Hispánica. Su primer libro, Qué vergüenza, ganó el Premio Roberto Bolaño, el Premio del Círculo de Críticos y el Premio Municipal de Literatura. Fue seleccionado como uno de los diez mejores libros de 2016 por el diario El País, y ha sido traducido a ocho idiomas, incluidos el inglés y el japonés. Isla Decepción es su primera novela.

Un breve adelanto...

6 DE DICIEMBRE, 2013

—¿En que? soy bueno? —pregunto? Miguel con tono alegre.

Ninguno de los pescadores respondio?, pero e?l en- tendi?a el mensaje. No es que lo ignorasen a propo?sito o que quisieran burlarse —aunque si habi?a algo de eso, e?l tambie?n lo respetari?a—, simplemente estaban concentrados en sus tareas y repartie?ndose las del cuarto tripulante inexperto, o sea, e?l. Tal vez las faenas de zarpe fueran demasiado simples como para gastar tiempo en explicaciones, y para Miguel estaba muy bien, nunca habi?a sido un vago y no teni?a nada que demostrar: en lo suyo era bueno y esto —la lancha de Emilio y la pesca de centollas— no era lo suyo.

Dio un paso al costado y se aboco? por completo, y atentamente, a no estorbar.

El Chico Onofre iba con sus pasitos atropellados y la parka ya sucia, todo concentracio?n. No logro? recordar el nombre del otro tripulante. Sabi?a que era familiar de Emilio, un sobrino o primo en segundo grado que habi?a llegado desde Chiloe?.

Esperaron a que el cielo oscureciera del todo para zarpar. Despue?s de quince an?os en Punta Arenas, Miguel ya estaba acostumbrado a que eso ocurriera cerca de medianoche, pero jama?s habi?a navegado en altamar y debi?a admitir que estaba algo nervioso. Se acerco? a la baranda de popa para dar un u?ltimo vistazo al muelle. La perspectiva tampoco ayudo? mucho: pareci?a que la lancha segui?a detenida, como si no fuera e?l quien se alejaba, sino todo lo dema?s. Prendio? un cigarro para darse a?nimo. El humo era ca?lido y amistoso, pero la ilusio?n o?ptica se mantuvo.

Meneo? la cabeza y trato? de hacerse a la idea. Esa noche, y las ocho siguientes, dormiri?an en los catres de la pequen?a lancha. Esperaba que no los cuatro juntos.

—¿Ya te aburriste, marinero? —pregunto? Emilio cuando Miguel entro? en la cabina.

—No es que me dejen hacer mucho —dijo e?l, ubica?ndose a su lado.

—¿Y te esta?s quejando tambie?n? —insistio? el capita?n, sin apartar la vista del frente—. Que trabajen un poco esos remolones. Ya te va a tocar lo tuyo, y ahi? te quiero ver...

Miguel habi?a estado en la cabina varias veces, echando un vistazo a la sonda o desmontando el panel de control, pero se le antojo? diferente en movimien- to. Pareci?a todavi?a ma?s pequen?a y cao?tica, aunque todo —los termos, ceniceros, escuadras y hasta un cortaúñas— estaba bien jo a la madera. Se dedico? a toquetear las estampas de santos y ores pla?sticas pegadas al parabrisas con cinta aislante.

—Esto parece ma?s una animita que el puente de mando de un capita?n —bromeo?.

Emilio enarco? las cejas para darle a entender que no iba a molestarse en contestar.

—¿Y esta la tienes para ver el futuro, viejo brujo? —insistio? Miguel pasando la mano por la esfera de la bru?jula. Y ya que tampoco obtuvo respuesta, paso? a jugar con la llama de la vela ja al tablero.

—¿Me meto yo con tus creencias? —protesto? por n el capita?n.

Miguel levanto? las manos y puso cara de nin?o chico inocento?n.

—Ya te quiero ver. En un rato vas a andar todo meado y roga?ndome por una vela.

—No descarto, fi?jate, pero por ahora lo u?nico que he visto son las estampitas de un viejo miedoso.

—Pronto vas a ver ma?s, espe?rate sentai?to.

Ambos hombres teni?an cincuenta y tres an?os. Hablaban mirando al frente, con un tono impersonal y burlo?n que encubri?a el respeto y carin?o mutuo que jama?s reconoceri?an o traduciri?an en palabras.

—¿Cua?nto falta para llegar? —pregunto? Miguel, otra vez como un nin?o inquieto.

—¿Para llegar? ¿Y a do?nde crei? que vamos a lle- gar? ¡Rela?jate, oye! Hoy tenemos tiempo de sobra. De hecho, pensaba irme por la costa y darte un pasei?to, ¿que? te parece? —No creo que pueda ver mucho a esta hora...

—¡Y dale con lo mismo, pucha el viejo quejica! De?jame pilotear tranquilo y anda a echarte arriba, mejor sera?.

—A sus o?rdenes, capi —rio e?l imitando un saludo militar con la mano.

—Pero si el viento esta? muy bravo te bajas al tiro, ¿sabes do?nde encontrar valenti?a?

Miguel sonrio? y poso? una mano sobre el hombro de Emilio. Ambos eran igual de bajos.

—Tienes que presentarte a puente cada una hora. Y dile al Chico que se ponga a cocinar.

En cubierta, los tripulantes ya empinaban el codo con una caja de vino. Miguel tuvo ganas de uni?rseles, pero algo en la postura del sobrino de Emilio le dijo que no era bienvenido. Informo? las instrucciones del capita?n y luego cumplio? e?l mismo con las o?rdenes y subio? al altillo sobre la cabina. Se dio cuenta de que el sobrino lo segui?a de reojo, pero cuando lo encaro? con su mirada, este bajo? la vista.

Ya arriba, tomo? asiento sobre un tambor azul. El viento pegaba en su rostro sin tanto olor a algas, pero el balanceo se senti?a ma?s fuerte.

Este viejo brujo quiere que vomite, se dijo. ¡Pero no me la va a hacer!

Se a rmo? bien de la baranda y escucho? el motor que sacaba la lancha corriente adentro. Sonaba competen- te. Alargo? el cuello para mirar la super cie del agua, aunque de tan oscura y densa, ma?s pareci?a petro?leo. El viento iba a congelar su espalda y sus dedos, pero todo estaba en calma. Se paso? una mano por la barbilla y se pregunto? si podri?a dormir esa noche. Mucho tiempo para pensar, se dijo. Demasiado tiempo para pensar. Echo? la cabeza hacia atra?s para ver las gaviotas que graznaban amenazantes sobre e?l. En el cielo tambie?n encontro? un banderi?n de Magallanes. Bajo las estre- llas cosidas al pan?o, dio con la luna real, creciente y amarilla. Todo en calma.

Al menos nos movemos hacia alguna parte, penso?. No quiso imaginar que? sentiri?a cuando los motores se detuvieran y la lancha otara en medio de la nada.

Dejo? el cigarro colgando en su boca y saco? el trozo de madera y la navaja de su banano. Queri?a tallar un silbato. Su padre le habi?a ensen?ado a fabricarlos con tallos huecos de higuera, pero el trozo de arce que habi?a encontrado de camino a casa resultari?a ideal para el modelo ma?s so sticado que teni?a en mente. Sostuvo la madera a cierta distancia. Mientras consideraba los pasos a seguir, escucho? gritos en cubierta.

No entendio? la jerga en la que hablaban, pero re- sultaba bastante obvio que algo malo habi?a pasado. Se levanto? enseguida y, au?n con madera y cuchilla en mano, postergo? el estado de a?nimo tranquilo que habi?a estado a punto de conseguir para ponerse a disposicio?n de las peores circunstancias. Entonces fue cuando el motor de la lancha se callo? y por un momento que parecio? muy largo —pero que debio? durar menos de cinco segundos—, solo se escucharon las olas. El sobrino o primo en segundo grado de Emilio aparecio? de pronto junto a e?l. Tomo? el salvavidas y volvio? a bajar sin mi- rarlo ni informar nada. Pero ya que se habi?a llevado precisamente eso, no podi?a tratarse ma?s que de alguien en el mar. Tampoco necesito? barrer la super cie con la vista, el foco de la lancha ya iluminaba una gura. El pelo le tapaba los ojos y su cuerpo se manteni?a a ote gracias a un chaleco ron?oso. Esta? vivo, se dijo, pero no resoplo? con tranquilidad, sino por el contrario: la sonrisa que creyo? distinguir en la boca del na?ufrago —y que era la prueba de que debi?a seguir con vida— hizo que lo recorriera un escalofri?o por la espalda. El sobrino de Emilio ya nadaba en su direccio?n cuando el sonido del piquero llego? a sus oi?dos.

—De un chimao —aseguro? el Chico Onofre con tono astuto, una vez abajo.

Miguel sabi?a que los chimaos eran buque-factori?as chinos, asi? que enseguida se hizo una idea de lo que podi?a haber sucedido, por que? y co?mo.

Fue hasta Emilio, que tiraba del cabo unido al salvavidas, y le ofrecio? su ayuda con un guin?o de ojos ra?pido. Por medio de otro gesto, el capita?n le respondio? que por ahora solo estorbari?a, pero que despue?s, en breve, iba a necesitarlo. Pareci?a totalmente concen- trado en lo que haci?a, aunque, conocie?ndolo como Miguel lo conoci?a, era probable que tambie?n estuviera sopesando las posibles alternativas y decisiones que tendri?a que tomar.

No hizo falta ningu?n gesto para que ambos supie- ran que habi?a llegado el momento de inclinarse por el borde de la lancha y jalar cada uno por las mun?ecas hasta sentar la gura humana en el borde.

—Respira —confirmo? Emilio, aunque su tono estaba lejos de manifestar alivio.

Despue?s de acomodarlo en el piso de cubierta, el capita?n le quito? el salvavidas y le grito? al Chico que fuera por toallas y mantas. En realidad, no dijo toallas y mantas, pero cualquiera entenderi?a que eso es lo que signi caba “algo seco”. Luego le peino? el pelo hacia atra?s, le tomo? la temperatura y midio? sus pulsaciones. Estaba inconsciente, pero ahora sabi?an que solo se trataba de un muchacho y que la forma de sus ojos con rmaba las suposiciones de Onofre: un chino. No sonrei?a.

—Yo no quiero na meterme en problemas —dijo el Chico al tenderle las toallas a Emilio.

—Si no prendi? fuego en el tacho, vai a tener un problema —respondio? e?l y paso? a secar al na?ufrago.

El sobrino subio? a la lancha a pulso. No dijo ni pregunto? nada, u?nicamente se seco? las manos para prender un cigarro.

—Buena, buena, Ton?o —lo felicito? Emilio acer- ca?ndose a e?l.

Antonio, eso es, penso? Miguel y saber por n su nombre le entrego? casi la misma tranquilidad que cuando el capita?n a rmo? que el muchacho respiraba. Tambie?n saco? su cajetilla.

Se quedaron de pie y en silencio, examinando las sen?ales de vida del chino —que estaba muy pa?lido y tiritaba—, pero sobre todo para fumar tranquilos.

No parece que haya tragado agua. Aunque nadie lo dijo, el mensaje subio? con los espirales reposados del humo.

Ton?o dejo? al muchacho en el catre de la cocina y salio? sin prestar atencio?n a los reparos del Chico Onofre. “Ahi? duermo yo”, siguio? protestando e?l y luego dio unos golpecitos en la mejilla del na?ufrago.

—No despierta —concluyo? y, pese a que sonaba ridi?- culamente obvio, Miguel asintio? con gravedad. Acerco? un oi?do a su boca para comprobar que respiraba. El aire sali?a, aunque muy de?bil y escalofriantemente fri?o.

Onofre nego? con la cabeza.

—Otro chino ma?s —dijo y paso? a revisarle los bolsillos hasta dar con una bolsa pla?stica. Hizo un pequen?o corte con su navaja y saco? una fotografi?a, unos billetes y algo parecido a un carne? de identidad. Estudio? la identi cacio?n con los ojos entornados.

—¡P f, no se entiende ni jota! Pero yo le digo, don Miguel, a este hay que mandarlo de vuelta al tiro pal chimao, si no van a ser puros problemas.

E?l le pidio? los documentos y se los guardo? sin revisarlos.

………..

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