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Los vencejos

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Título: Los vencejos
Autor: Fernando Aramburu
Editorial: Tusquets
ISBN: 9789876706803
Número de Páginas: 704

Comentario del libro
La nueva y extraordinaria novela de Fernando Aramburu, tras el éxito internacional de Patria.
Toni, un profesor de instituto enfadado con el mundo, decide poner fin a su vida. Meticuloso y sereno, tiene elegida la fecha: dentro de un año. Hasta entonces cada noche redactará, en el piso que comparte con su perra Pepa y una biblioteca de la que se va desprendiendo, una crónica personal, dura y descreída, pero no menos tierna y humorística. Con ella espera descubrir las razones de su radical decisión, develar hasta la última partícula de su intimidad, contar su pasado y los muchos asuntos cotidianos de una España políticamente convulsa. Aparecerán, diseccionados con implacable bisturí, sus padres, un hermano al que no soporta, su exmujer Amalia, de la que no logra desconectarse, y su problemático hijo Nikita; pero también su cáustico amigo Patachula. Y una inesperada Águeda. Y en la sucesión de episodios amorosos y familiares de esta adictiva constelación humana, Toni, hombre desorientado empeñado en hacer recuento de sus ruinas, insufla, paradójicamente, una inolvidable lección de vida.

Fernando Aramburu
(San Sebastián, 1959) es autor de los libros de cuentos Los peces de la amargura (2006, XI Premio Mario Vargas Llosa NH, IV Premio Dulce Chacón y Premio Real Academia Española 2008) y El vigilante del fiordo (2011), de las obras de no ficción Autorretrato sin mí (2018), Vetas profundas (2019) y Utilidad de las desgracias (2020), así como de las novelas Fuegos con limón (1996), Los ojos vacíos (2000, Premio Euskadi), Bami sin sombra (2005), La gran Marivián (2013), El trompetista del Utopía (2003), Viaje con Clara por Alemania (2010), Años lentos (2012, VII Premio Tusquets Editores de Novela y Premio de los Libreros de Madrid), Ávidas pretensiones (Premio Biblioteca Breve 2014) y Patria (2016, Premio Nacional de Narrativa, Premio de la Crítica, Premio Euskadi, Premio Francisco Umbral, Premio Dulce Chacón, Premio Arcebispo Juan de San Clemente, Premio Strega Europeo, Premio Lampedusa, Premio Atenas…), el último gran fenómeno literario, traducida a 34 lenguas y convertida en prestigiosa serie por Aitor Gabilondo para HBO. Cinco años después, Los vencejos, ácida y enternecedora, es su nueva obra maestra, que lo confirma como uno de los mejores escritores europeos.

Un breve adelanto…
Llega un di?a en que uno, por muy torpe que sea, empieza a com- prender ciertas cosas. A mi? me ocurrio? mediada la adolescencia, quiza? un poco ma?s tarde, pues fui un muchacho de desarrollo len- to y, segu?n Amalia, incompleto.

A la extran?eza inicial siguio? la decepcio?n y luego ya todo ha sido un arrastrarse por los suelos de la vida. Hubo e?pocas en que me identificaba con las babosas. No lo digo por lo feo y viscoso ni porque hoy tenga yo un mal di?a, sino por la manera como estos bichos se desplazan y por la existencia que llevan, dominada por la lentitud y la monotoni?a.

No voy a durar mucho. Un an?o. ¿Por que? un an?o? Ni idea. Pero ese es mi u?ltimo li?mite. Amalia, en el apogeo de su odio, soli?a re- procharme que nunca he madurado. Las mujeres posei?das por el rencor suelen escupir este tipo de improperios. Mi madre tambie?n odiaba a mi padre y esto yo lo comprendo. E?l tambie?n se odiaba a si? mismo, de ahi? su propensio?n a la violencia. ¡Vaya ejemplo nos dieron a mi hermano y a mi?! Nos educan de puta pena, nos rom- pen por dentro y despue?s esperan que seamos cabales, agradecidos, carin?osos, y que prosperemos.

No me gusta la vida. La vida sera? todo lo bella que afirman al- gunos cantantes y poetas, pero a mi? no me gusta. Que no me ven- ga nadie con alabanzas al cielo del ocaso, a la mu?sica y a las rayas de los tigres. A la mierda toda esa decoracio?n. La vida me parece un invento perverso, mal concebido y peor ejecutado. A mi? me gustari?a que Dios existiera para pedirle cuentas. Para decirle a la cara lo que es: un chapucero. Dios debe de ser un viejo verde que se de- dica desde las alturas co?smicas a contemplar co?mo las especies se aparean y rivalizan y se devoran las unas a las otras. La u?nica dis- culpa de Dios es que no existe. Y aun asi? yo le niego la absolucio?n. De nin?o me gustaba la vida. Me gustaba mucho, aunque no me daba cuenta de ello. Por las noches, nada ma?s acostarme, mama? me besaba en los pa?rpados antes de apagar la la?mpara. Lo que ma?s me gustaba de mi madre era su olor. Mi padre oli?a mal. No mal en el sentido de la pestilencia, sino que se desprendi?a de e?l, incluso cuando se echaba perfume, un olor que me produci?a un rechazo instintivo. Mi padre (tendri?a yo siete u ocho an?os), un di?a, en la cocina, con mi madre en la cama por una de sus migra- n?as, como yo me negara a hincarle el diente a un filete de hi?gado y me vinieran arcadas con so?lo mirarlo, se saco?, enfurecido, su pene enorme y me dijo: «Para tenerlo asi? algu?n di?a tienes que comerte este hi?gado y muchos ma?s». Yo no se? si a mi hermano alguna vez le hizo lo mismo. A mi hermano, en casa, lo mimaban ma?s que a mi?. Se conoce que mis padres lo vei?an fra?gil. E?l opina lo contrario y considera que yo era el favorecido.

De joven, la vida empezo? a gustarme menos, pero todavi?a me gustaba. Ahora no me gusta nada y no pienso delegar en la Na- turaleza la decisio?n sobre la hora en que habre? de devolverle los a?tomos prestados. He previsto suicidarme dentro de un an?o. Has- ta tengo ya prevista la fecha: 31 de julio, mie?rcoles, por la noche. Es el plazo que me concedo para poner en orden mis asuntos y para averiguar por que? no quiero seguir en la vida. Espero que mi deter- minacio?n sea firme. De momento lo es.

Hubo e?pocas en que quise ser un hombre al servicio de un ideal, sin conseguirlo. Tampoco me ha sido dado conocer el amor ver- dadero. Lo fingi? con habilidad, a veces por compasio?n, a veces por la recompensa de unas palabras amables, de un poco de compan?i?a o de un orgasmo, como me parece que haci?an y hacen los dema?s. Puede que durante la escena del hi?gado mi padre me estuviera mos- trando amor. El problema es que hay cosas que uno no compren- de porque tampoco las percibe, aunque este?n ahi? delante, y por- que, adema?s, a mi? el amor a la fuerza no me va. ¿Soy un pobre hombre, como repeti?a Amalia? ¿Y quie?n no lo es? Lo que pasa es que no me acepto como soy. No me va a dar pena dejar este mun- do. Sigo teniendo un rostro agraciado, a pesar de mis cincuenta y cuatro an?os, y unas cuantas virtudes de las que no he sabido obtener provecho. Gozo de salud, gano lo suficiente, tengo fa?cil acceso a la serenidad. A lo mejor me ha faltado una guerra, lo mismo que a papa?. Papa? se resarci?a del deseo incumplido de entrar en batalla practicando la violencia con los suyos, con todo lo que perturbara su ritmo vital y consigo mismo. Otro pobre hombre.

Esta?bamos los cuatro pasando las vacaciones de verano en un pue- blo de la costa alicantina. Papa?, escritor frustrado, deportista frus- trado, erudito frustrado, se ganaba el sustento dando clases en la universidad; mama?, juiciosamente decidida a librarse de la depen- dencia econo?mica del marido, trabajaba de empleada en una ofi- cina de Correos. Tocante a las finanzas nos iba todo lo bien que les puede ir en Espan?a a las familias de clase media. Teni?amos un Seat 124 azul comprado de primera mano; Raulito y yo acudi?amos a un colegio de pago; en agosto la familia se podi?a costear el al- quiler de un apartamento con terraza y piscina comunitaria no le- jos de la playa. Estoy por decir que posei?amos todo lo necesario para ser razonablemente felices. A esa edad, catorce an?os, yo pen- saba que lo e?ramos.

Me habi?a quedado una asignatura para septiembre. Con mi bo- leti?n de notas en la mano, mama? exhalo? unos gemidos incrimina- dores y tuvo enseguida migran?a, y papa?, de reacciones ma?s primi- tivas, me arreo? una bofetada, me llamo? zoquete y, acto continuo, siguio? leyendo el perio?dico. Nada de esto alteraba la placidez de mi vida. De hecho, ya en mi infancia queri?a ser de mayor padre para pegarles a mis hijos. Lo tuve asumido como recurso educati- vo preferente desde muy temprano. Luego ni siquiera fui capaz de levantarle la voz a Nikita y asi? nos salio? el muchacho.

En las vacaciones que evoco esta noche, las del verano en que suspendi? una asignatura, fui testigo de una escena a rai?z de la cual se me encendio? una lucecita roja de alarma en el cerebro. Volviendo una tarde de jugar al minigolf, le meti? a Raulito una lagartija entre la camiseta y el cogote. Cosa de chiquillos. Se asusto?. No resultaba fa?cil para e?l tenerme como hermano. Un di?a, ya adultos los dos, al final de una celebracio?n familiar me acuso? de haberle jodido la nin?ez. Me quede? mira?ndolo. ¿Que? hacer? Opte? por lo ma?s co?modo. Le pedi? perdo?n. «A buenas horas», replico?, recomido por un odio largamente incubado.

Al sentir la lagartija en la espalda, Raulito se sobresalto? de la manera co?mica que yo deseaba suscitar. Se conoce que piso? en falso y, perdido el equilibrio, cayo? por un terraple?n pedregoso, lindante con un limonar. Se levanto? como si tal cosa; pero, al verse las ro- dillas ensangrentadas, se arranco? a llorar a grito limpio. Le mande? que se callara. ¿No se daba cuenta de que me iba a meter en un li?o? Mama? oyo? los alaridos desde el apartamento y salio? alarmada; papa? detra?s, tranquilo, supongo que cabreado porque un estu?pido episodio familiar le habi?a interrumpido la lectura, la siesta, lo que fuera. Mama? vio la sangre y, sin preguntar que? habi?a sucedido, me sacudio? una bofetada. Papa?, como con desgana, me sacudio? otra. Por regla general, mama? pegaba con ma?s san?a, pero haci?a menos dan?o. Llevaron a Raulito al dispensario de la Cruz Roja, en el pa- seo que bordeaba la playa. Volvio? una hora despue?s al apartamen- to con un apo?sito en cada rodilla y el morro sucio de helado. Para que luego diga que no era el favorito de la familia.

A mi? me castigaron sin cenar. Los tres estaban en silencio, sen- tados a la mesa, hincando el tenedor en unas rodajas grandes de tomate con aceite y sal, y yo los observaba a escondidas desde lo alto de una escalera de caracol, ya con el pijama puesto. Queri?a hacerle una sen?a a mi hermano para que ma?s tarde me subiera algo de co- mer; pero el muy tonto no volvi?a la mirada hacia mi?. Sobre el apa- rato de cocina humeaba una cazuela con sopa. Mama? le sirvio? un plato a Raulito. Mi hermano agacho? la cabeza como para inhalar el vapor que le subi?a a la cara. Y en mi escondite yo desfalleci?a de envidia y de hambre. Mama? se acerco? de nuevo a la cazuela, esta vez con el plato de papa?, y, cuando lo teni?a lleno, disimuladamente es- cupio? en la sopa. Escupir no es la palabra exacta. Lo que hizo fue dejar caer dentro del plato una hebra de saliva. La saliva colgo? unos instantes de su boca hasta que se desprendio?. Ella removio? acto seguido el li?quido con el cucharo?n y coloco? el plato delante de papa?. Desde lo alto de la escalera me entraron ganas de avisarle; pero me di cuenta de que primeramente yo teni?a que entender lo que estaba sucediendo. Mis padres discuti?an a menudo. ¿Habri?an discutido y por eso cenaban sin intercambiar palabras ni miradas? Me preguntaba si alguna vez mi madre tambie?n habri?a escupido en mi comida. A lo mejor las babas de mama? eran nutritivas; pero, en ese caso, ¿por que? no las habi?a echado en el plato de Raulito? ¿Por que? discriminar al pobre querubi?n? A lo mejor, escupir a escondidas en la sopa del marido era una costumbre antigua que ella habi?a aprendido en la nin?ez, observando a su madre o a alguna de sus ti?as.

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